El caballero de la casa roja by Alejandro Dumas

El caballero de la casa roja by Alejandro Dumas

autor:Alejandro Dumas
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Histórico
publicado: 1853-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo XXVII

EL PETIMETRE

Habían transcurrido unas dos horas desde los acontecimientos que acabamos de contar.

Lorin había ido a casa de Maurice, pero este había salido y el joven entretuvo la espera hablando con Agésilas, que lustraba las botas de su patrón.

Por fin, tras una espera de casi dos horas, llegó Maurice y Lorin le contó que Artemisa estaba desesperada por haberle dicho el nombre de la florista.

—Hubiera hecho mejor dejando que las cosas siguieran su curso —dijo Maurice.

—Sí, y en este momento tú estarías en su puesto. Valiente razonamiento. ¡Y yo que venía a pedirte un consejo! Te creía más fuerte.

—No importa; de todas maneras, puedes pedírmelo.

Lorin dijo a su amigo que le gustaría intentar algo para tratar de salvar a Héloïse Tison, aunque sólo fuera realizar una gestión ante el Tribunal Revolucionario.

—Demasiado tarde —dijo Maurice—. Está condenada.

—La verdad, es espantoso ver perecer así a esta joven.

—Más espantoso es que mi salvación haya acarreado su muerte. El único consuelo que tenemos, es saber que conspiraba.

—¿Es que, poco o mucho, no conspira todo el mundo en estos tiempos que corren? Ha hecho como todo el mundo ¡Pobre mujer!

—No la llores demasiado, amigo mío, y sobre todo, no la llores muy alto —dijo Maurice—; porque nosotros cargamos con una parte de su culpa. Créeme, no hemos quedado completamente limpios de la acusación de complicidad que se nos ha hecho. Hoy, en la sección, he sido llamado girondino por el capitán de los cazadores de Saint-Leu, y he tenido que demostrarle su equivocación con el sable en la mano.

—¿Por eso vuelves tan tarde?

—Justamente.

—Pero ¿por qué no me has avisado?

—Porque en estos asuntos, tú eres incapaz de dominarte; para no hacer ruido, era necesario que todo terminara enseguida. Cada uno hemos elegido a quienes estaban más a mano.

—¿Y este canalla te había llamado girondino, a ti, Maurice, a un puro?

—Eso te prueba que con otra aventura por el estilo seremos impopulares; y tú sabes, Lorin, que en los días que vivimos el sinónimo de impopular es sospechoso.

—Lo sé muy bien —dijo Lorin—; y esa palabra hace temblar a los más valientes; no importa… me repugna dejar ir a la guillotina a la pobre Héloïse sin pedirle perdón.

—En fin, ¿qué quieres?

—Quisiera que tú, que no tienes nada que reprocharte respecto a ella, te quedaras aquí. Mi caso es distinto; puesto que no puedo hacer otra cosa, esperaré su paso, ¿comprendes?, y con tal que me tienda la mano…

—Entonces te acompañaré —dijo Maurice.

—Imposible, amigo mío; reflexiona: tú eres municipal, secretario de sección, se te ha puesto en entredicho; mientras que yo sólo he sido tu defensor; se te creería culpable; quédate aquí; yo no arriesgo nada e iré allí.

—Ve entonces; pero sé prudente.

Lorin sonrió, estrechó la mano de Maurice y salió. Este abrió su ventana para enviar a su amigo un triste adiós; luego, se dejó caer en un sofá y se quedó adormilado. Le despertó la entrada de su criado que le puso al corriente del intento de evasión de la reina llevado a cabo por el caballero de Maison-Rouge, como se decía en la calle.



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